El sistema penitenciario actual de los Estados Unidos es un leviat芍n sin parang車n en la historia de la humanidad. Nunca antes un pa赤s supuestamente libre ha negado la libertad b芍sica a tantos de sus ciudadanos. En diciembre de 2006 hab赤a aproximadamente 2,25 millones de presos en los casi 5.000 centros penitenciarios y c芍rceles que salpican los paisajes urbanos y rurales del pa赤s. Seg迆n un informe de 2005 del Centro Internacional de Estudios Penitenciarios de Londres, los Estados Unidos-- que constituyen la veinteava parte de la poblaci車n mundial --albergan a la cuarta parte de los presos del mundo. La tasa de encarcelamiento de los Estados Unidos (que ahora asciende a 714 presos por cada 100.000 habitantes) es superior en casi un 40% a la de los tres pa赤ses que le siguen (las Bahamas, Belar迆s y la Federaci車n de Rusia). Otras democracias industriales, algunas con considerables problemas de delincuencia, son mucho menos punitivas: la tasa de encarcelamiento de los Estados Unidos es 6,2 veces superior a la del Canad芍; 7,8 veces superior a la de Francia; y 12,3 veces superior a la del Jap車n. Los Estados Unidos gastan aproximadamente 200.000 millones de d車lares anuales en las fuerzas del orden y la administraci車n penitenciaria a todos los niveles de gobierno. En d車lares constantes, esta cifra se ha cuadruplicado a lo largo del 迆ltimo cuarto de siglo.

Un tercio de los reclusos de las c芍rceles estatales son delincuentes violentos, condenados por homicidio, violaci車n o robo; pero los otros dos tercios son fundamentalmente personas que han cometido delitos contra la propiedad y relacionados con las drogas. Existe una desproporci車n en el estrato social de los presos, que provienen de los sectores m芍s desfavorecidos de la sociedad. Los reclusos de las prisiones estatales tienen, como promedio, menos de 11 a?os de estudios y, de manera totalmente desproporcionada, son de tez morena y cobriza.

Hay quienes arguyen que este enorme incremento en las encarcelaciones refleja el 谷xito de una pol赤tica p迆blica racional: ante un acuciante problema social, los estadounidenses respondieron con encarcelaciones y lograron reducir las tasas de delincuencia. En efecto, las tasas de delincuencia se han reducido de manera espectacular desde que alcanzaron su m芍ximo a principios del decenio de 1990, y el aumento de las encarcelaciones parece haber contribuido en parte a ello. ?Pero en qu谷 medida? Las estimaciones de la parte de la reducci車n de los delitos violentos observada en los a?os noventa que puede atribuirse al auge de las encarcelaciones var赤an entre el 5% y el 25% (esto es, como mucho, la cuarta parte de la disminuci車n reciente de la delincuencia puede explicarse por el aumento de las encarcelaciones). Sea cual sea la cifra concreta, hoy en d赤a los analistas de todas las tendencias pol赤ticas est芍n de acuerdo en que hace tiempo que hemos entrado en la etapa de rendimientos decrecientes.

Las tasas de encarcelamiento han seguido aumentando, mientras que las tasas de delincuencia se han reducido, por la sencilla raz車n de que la justicia penal de los Estados Unidos se ha vuelto mucho m芍s punitiva. La naci車n ha tomado la decisi車n colectiva de castigar a los delincuentes con mayor severidad. As赤, entre 1980 y 2001, la probabilidad de que alguien fuera detenido a ra赤z de una denuncia penal permaneci車 constante, apenas por debajo del 50%. Sin embargo, en ese mismo per赤odo de tiempo, la probabilidad de que una detenci車n terminara en prisi車n aument車 en m芍s del doble, pasando del 13% al 28%. Como consecuencia, la tasa de encarcelamiento por delitos violentos pr芍cticamente se triplic車, a pesar de una marcada reducci車n en los niveles de violencia. Las tasas de encarcelamiento por delitos no violentos y delitos relacionados con drogas aumentaron a迆n m芍s: entre 1980 y 1997, el n迆mero de personas encarceladas por delitos no violentos se triplic車, y el n迆mero de presos por delitos relacionados con drogas se multiplic車 por once.

Ciertamente, en los Estados Unidos, al igual que en cualquier otra sociedad, el orden p迆blico se mantiene por medio de la amenaza y el uso de la fuerza. Vivimos bien en parte gracias a que estamos protegidos por las fuerzas de la ley y el orden, que mantienen a raya a los transgresores. Sin embargo, en esta sociedad-- casi como en ninguna otra --quienes m芍s sienten el peso de la ley pertenecen en cantidades muy desproporcionadas a grupos raciales hist車ricamente marginados. En los Estados Unidos, crimen y castigo son de color. La disparidad racial en las tasas de encarcelamiento es mayor que en cualquier otra de las grandes esferas de la vida social del pa赤s: con un valor de ocho a uno, la proporci車n de negros a blancos en las tasas de encarcelamiento hace parecer peque?a la proporci車n de dos a uno en las tasas de desempleo, la de tres a uno en el n迆mero de nacimientos fuera del matrimonio, la de dos a uno en las tasas de mortalidad infantil, y la de uno a cinco en los patrimonios netos. En 2000, 3 de cada 200 j車venes blancos estaban encarcelados, mientras que entre los j車venes negros la proporci車n era 1 de cada 9. Es m芍s probable que un hombre negro residente en el estado de California acabe en una prisi車n estatal que en una universidad p迆blica.

La escandalosa verdad es que, en los Estados Unidos, la polic赤a y el aparato penal son hoy en d赤a el principal punto de contacto entre los hombres de raza negra y el Estado. En un d赤a cualquiera de 2000, la tercera parte de los hombres negros de entre 20 y 40 a?os que no hab赤an completado la ense?anza secundaria estaba entre rejas, menos del 3% pertenec赤a a un sindicato, y menos de la cuarta parte estaba inscrito en alg迆n tipo de programa social. Para estos j車venes, "coacci車n" es el significado m芍s evidente de la palabra "gobierno". El soci車logo Bruce Western estima que casi el 60% de los desertores escolares varones de raza negra nacidos entre 1965 y 1969 fueron condenados al menos una vez a prisi車n por delitos graves antes de cumplir los 35 a?os.

Este giro punitivo de la pol赤tica social de la naci車n-- 赤ntimamente ligado a la ret車rica p迆blica sobre responsabilidad, dependencia, higiene social y reimposici車n del orden p迆blico --s車lo se puede captar plenamente si se observa sobre el trasfondo de la historia racial de los Estados Unidos, con frecuencia violenta y llena de horrores. La resonancia hist車rica entre el estigma de la raza y el estigma de la prisi車n sirve para mantener vivos en la cultura estadounidense los significados sociales de subordinaci車n que siempre se han asociado a ser negro. Las sutiles, y no tan sutiles, consecuencias de la historia de las relaciones raciales en los Estados Unidos ayudan a explicar la excepcionalidad de este pa赤s con respecto a las dem芍s sociedades industriales democr芍ticas en lo referente a la severidad y el alcance de su pol赤tica punitiva y a la escasez de instituciones de bienestar social. La raza fue un factor central que influy車 en la evoluci車n de la pol赤tica social del pa赤s en el 迆ltimo tercio del siglo XX.

En una disertaci車n que acaba de terminar, la polit車loga Vesla Mae Weaver examina la historia de las pol赤ticas, la opini車n p迆blica y los procesos medi芍ticos en un intento por comprender la funci車n que desempe?a la raza en esta transformaci車n hist車rica de la justicia penal. Weaver argumenta-- de manera convincente, creo yo --que el giro punitivo fue una respuesta pol赤tica al 谷xito del movimiento en pro de los derechos civiles. La polit車loga describe un proceso de "contragolpe" en el cual los enemigos de la revoluci車n de los derechos civiles pretendieron sacar ventaja suscitando otra cuesti車n. En vez de reaccionar directamente a los cambios en la esfera de los derechos civiles y, de este modo, seguir peleando una batalla que ya hab赤an perdido, desviaron la atenci車n del p迆blico de la reivindicaci車n pol赤tica de la igualdad entre las razas hacia una preocupaci車n por la delincuencia aparentemente neutral desde el punto de vista racial. Veamos c車mo:
Una vez aflojada la tenaza de la segregaci車n racial, los enemigos de los avances en materia de derechos civiles cambiaron el "punto de ataque" introduciendo el problema de la delincuencia en el debate. Mediante el proceso de contragolpe, calificaron de delito la discordia racial y afirmaron que la legislaci車n de lucha contra la delincuencia ser赤a la panacea que acabar赤a con los disturbios raciales. Esta estrategia ti?車 de color la delincuencia y despolitiz車 el conflicto racial, una f車rmula que cerr車 el paso a otros enfoques anteriores basados en "causas profundas". Amalgamando la preocupaci車n por la delincuencia y la preocupaci車n por los cambios y las revueltas raciales, los disturbios raciales y los relacionados con la lucha por los derechos civiles-- que inicialmente se hab赤an definido como un problema de privaci車n del derecho al voto a las minor赤as --se calificaron como un problema de delincuencia, lo cual contribuy車 a desviar el debate de la reforma social para centrarlo en el castigo.
Consideremos pues al casi 60% de varones de raza negra nacidos a finales del decenio de 1960, que abandonaron la escuela antes de terminar la ense?anza secundaria y fueron encarcelados antes de cumplir los 40 a?os. En el tiempo que pasan encerrados, estos delincuentes quedan estigmatizados; se trastocan sus v赤nculos con la familia; se reducen sus oportunidades de empleo; y es posible que su derecho al voto quede revocado de manera permanente. Sufren la excomuni車n c赤vica. El fervor de los Estados Unidos por la disciplina social relega a estos hombres a una casta inferior de por vida. Y sin embargo, dado que estos hombres-- con independencia de sus deficiencias --tienen necesidades emocionales, entre ellas la necesidad de ser padres, amantes y maridos, estamos creando una situaci車n en que es muy probable que los hijos de esta "infracasta" se sumen a una nueva generaci車n de intocables. Este c赤rculo no se romper芍 mientras la encarcelaci車n se considere la v赤a principal hacia la higiene social.

La excepcional multiplicaci車n de las c芍rceles ocurrida en los Estados Unidos a lo largo de los 迆ltimos 35 a?os no se puede considerar sin calcular los enormes costes que supone para los presos, sus familias y sus comunidades. Se trata de una cuesti車n de moralidad-- no de higiene --social. La ciencia social tampoco puede indicarnos qu谷 proporci車n de los costes adicionales que soporta la clase delincuente est芍 justificada para lograr un aumento dado de la seguridad material o la tranquilidad para el resto de nosotros. Estas preguntas sobre la naturaleza del Estado en los Estados Unidos y sobre la relaci車n entre el Estado y su pueblo trascienden las categor赤as de costes y beneficios.

Sin embargo, el debate en torno a la pol赤tica punitiva pasa invariablemente por alto la humanidad de los ladrones, los vendedores de drogas, las prostitutas, los violadores y s赤, de aquellos que mueren ejecutados por el Estado. No concede importancia suficiente al bienestar y a la humanidad de quienes est芍n vinculados a los delincuentes por redes de filiaci車n social o psicol車gica. Es m芍s, en los Estados Unidos, los mecanismos institucionales para ocuparse de los delincuentes han evolucionado para servir a fines tanto expresivos como instrumentales. Quer赤amos "enviar un mensaje" y lo hemos hecho con creces. Y en este proceso, no s車lo hemos creado hechos, tambi谷n hemos construido una narrativa nacional para la asignaci車n de culpas. Hemos creado chivos expiatorios y apaciguado nuestros miedos. Nos hemos enfrentado al enemigo, y el enemigo son ellos, los otros.

La encarcelaci車n los mantiene alejados de nosotros. El soci車logo David Garland escribe que, en la actualidad, la c芍rcel se utiliza como una suerte de reserva, una zona de cuarentena en que se segrega a las personas presuntamente peligrosas en nombre de la seguridad p迆blica. Esta situaci車n es extremadamente problem芍tica desde el punto de vista moral. Los estadounidenses hemos optado por invertir en el castigo, pero no en el desarrollo humano. Nuestra sociedad crea condiciones que propician la delincuencia en nuestros restos guetos urbanos, y luego celebra rituales de castigo, como una horrible suerte de sacrificio humano. Por v赤a de nuestros representantes elegidos, los estadounidenses de clase media que respetamos las leyes hemos tomado decisiones sobre pol赤tica social que nos benefician, creadas sobre la base de un sistema de sufrimiento, enraizado en la violencia de Estado.

Esta situaci車n plantea un problema moral que los estadounidenses no podemos eludir. No podemos pretender que hay problemas m芍s importantes en nuestra sociedad, salvo que tambi谷n estemos dispuestos a admitir que hemos vuelto la espalda al ideal de igualdad para todos los ciudadanos y que hemos abandonado los principios de justicia. Deber赤amos estar haci谷ndonos la pregunta fundamental: ?qu谷 obligaciones tenemos para con nuestros conciudadanos, incluso para con aquellos que infringen nuestras leyes?

Para ayudarnos a reflexionar sobre las dimensiones morales de la situaci車n actual, quisiera sugerir un experimento mental: imaginemos, siguiendo el esp赤ritu del fil車sofo pol赤tico John Rawls, que cualquiera de nosotros pudiera ocupar cualquier puesto en la jerarqu赤a social. Ser谷 m芍s concreto: imagine que usted podr赤a haber nacido en los Estados Unidos siendo un var車n de raza negra, un paria que deambula entre la c芍rcel y el mundo laboral, de camino hacia una muerte prematura, mientras lo tildan a coro de negro sucio, de delincuente o de idiota. ?Qu谷 normas sociales escoger赤amos si pens芍ramos que 谷sos podr赤amos ser nosotros? Si cualquiera de nosotros tuviera una posibilidad real de ser uno de esos rostros que miran desde el fondo del pozo, de ser el m芍s m赤nimo de la sociedad, ?c車mo hablar赤amos p迆blicamente de quienes incumplen nuestras leyes? ?Qu谷 har赤amos con los menores descarriados, que deambulan por las calles con armas de fuego y en ocasiones cometen actos violentos? ?Qu谷 importancia conceder赤amos a los diversos elementos en el c芍lculo de la disuasi車n, el castigo, la incapacitaci車n y la rehabilitaci車n si pens芍ramos que ese c芍lculo podr赤a terminar aplic芍ndose a nuestros hijos, o incluso a nosotros mismos? ?C車mo distribuir赤amos la culpa y asignar赤amos la responsabilidad de las patolog赤as culturales y sociales que se observan en algunos sectores de nuestra sociedad si pens芍ramos que bien podr赤amos nosotros haber nacido en esos m芍rgenes sociales donde florece la patolog赤a? Supongo que seguir赤amos optando por un conjunto de instituciones punitivas para contener la mala conducta y proteger a la sociedad. Pero, ?no optar赤amos acaso por disposiciones que respetaran la humanidad de cada persona, as赤 como de quienes est芍n unidos a ellos por lazos de filiaci車n social o psicol車gica?

Adem芍s, continuando con el experimento mental, ?acaso no reconocer赤amos tambi谷n un cierto tipo de responsabilidad social, incluso en el caso de actos contrarios a la ley cometidos voluntariamente? No pretendo con esto afirmar que las personas cometen delitos porque no les queda otro remedio, ni que las "causas profundas" del delito sean sociales; el individuo siempre tiene opciones entre las cuales puede elegir. Lo que quiero decir es que la sociedad en general participa en las decisiones que toma una persona porque ha consentido-- y tal vez incluso apoyado activamente, por medio de nuestros impuestos, y de nuestros votos, palabras y acciones --los mecanismos sociales que funcionan en beneficio nuestro, pero en detrimento de esa persona. Estos mecanismos discriminatorios conforman su conciencia y su sentido de identidad de tal manera que las decisiones que toma, que podemos condenar, a 谷l le resultan l車gicas: una respuesta perfectamente comprensible ante las circunstancias. Las estructuras sociales cerradas y delimitadas-- como los guetos urbanos marcados por la homogeneidad racial --crean contextos en que surgen formas culturales "patol車gicas" y "disfuncionales"; pero estas formas no son ni intr赤nsecas a las personas atrapadas en estas estructuras ni independientes del comportamiento de quienes se hallan fuera de ellas.

Cuando responsabilizamos a alguien de su conducta-- estableciendo leyes, invirtiendo en su aplicaci車n, y relegando a algunos individuos a las c芍rceles --tambi谷n tenemos que pensar si hemos hecho lo que nos corresponde para garantizar que todos tengamos unas oportunidades aceptables para lograr una buena vida. Debemos preguntarnos si, como sociedad, hemos cumplido nuestra responsabilidad colectiva de garantizar condiciones justas para todos, para cada vida que podr赤a resultar ser la nuestra. ?Y qui谷n de nosotros puede decir con sinceridad que tenemos leyes y pol赤ticas que aprobar赤amos si no conoci谷ramos nuestra situaci車n y consider芍ramos de verdad la posibilidad de que podr赤amos ser los menos favorecidos?

En los Estados Unidos, demasiados son incapaces de comprender que, por la escasez de instituciones de asistencia social en nuestro pa赤s, tenemos, como sociedad, la responsabilidad colectiva de haber creado las condiciones que generan los actos individuales contrarios a la ley. Como consecuencia, la enorme disparidad racial existente en la imposici車n de la exclusi車n social, la excomuni車n c赤vica y la deshonra de por vida parece haberse vuelto leg赤tima. Ponemos toda la responsabilidad sobre los hombros de los otros, simplemente negando de forma irresponsable-- de hecho, de forma inmoral --la nuestra. Y sin embargo, toda esta din芍mica hunde sus ra赤ces en actos injustos del pasado cometidos por motivos raciales.

La creaci車n de una casta inferior definida en t谷rminos raciales mediante la aplicaci車n en apariencia neutral de la ley deber赤a resultar profundamente ofensiva para nuestra sensibilidad 谷tica, para los principios que con orgullo proclamamos como nuestros, de una naci車n concebida en libertad y dedicada a la proposici車n de que todas las personas han sido creadas iguales. En la actualidad, la encarcelaci車n masiva se ha convertido en el principal veh赤culo para la reproducci車n de la jerarqu赤a racial en la sociedad estadounidense. Los encargados de la formulaci車n de las pol赤ticas de nuestro pa赤s deben hacer algo al respecto. Y todos los estadounidenses tenemos, en 迆ltima instancia, la responsabilidad de asegurarnos de que lo hagan.

Adaptado de "Why Are So Many Americans in Prison? Race and the Transformation of Criminal Justice", Boston Review, julio/agosto de 2007.